Cuento: Desde el bar del centro

Por Javier Quintanilla Calvi




Desde el bar del centro

—Tengo el corazón roto, Cristóbal. Y no sé qué hacer al respecto.
—Hazte a una gringa rica de esas que vienen huyendo de su invierno, y restriégasela en la cara a esa maldita. No tengas roche.

Eran alrededor de las seis y media, y nosotros ya estábamos en el bar, solos. En la otra esquina del local daba la puerta trasera por donde sacaban la basura. Ahí de pie, vestido con un pantalón de tela marrón, una camisa a cuadros rojos desteñida y un mandil blanco con algún par de años de uso, el cantinero fingía que no escuchaba nuestra conversación. El cartel de la puerta decía que estaba prohibido fumar, como la ley obligaba a todos los locales públicos de esa zona por no contar con suficiente espacio para construir un área de no fumadores, pero él sabía que era muy temprano para que alguien además de nosotros, que no teníamos el porte como para ocasionarle problemas al negocio, pueda traer a algún guardia hambriento de fastidio. Encendió un cigarrillo con un fósforo, lo agitó antes de que la llama toque sus dedos, y lo botó al piso. Pensó que igual tendría que barrer luego del último borrachín, más tarde esa misma noche, o a lo mejor bien entrada la madrugada, si había suerte.

—La cerveza está empezando a disgustarme. – le dije a Sebastián.
— ¿Es que ya te cansaste de tu “bebida del pueblo”? ¡Já! Te dije que este día llegaría. – me respondió con un gesto disforzado. El alcohol ya empezaba a subírsele a la cabeza.
— ¡Imbécil, esa es la chicha! Ya estás borracho. Siempre te digo que chupas muy rápido. Ni tiempo te da para hallarle el sabor al trago, mira que encima hemos venido muy temprano.
—No estoy borracho.
—Claro que sí. A ver, pues, haz el cuatro.
—Jódete. No estoy borracho.
—Te apuesto a que ni siquiera llegas derecho hasta la puerta. Es más, te apuesto a que no aguantas dos minutos sin reírte de manera estúpida.
—Es que eso es imposible incluso estando sobrio. No significa nada. No estoy borracho.

Se volteó para llamar al hombre que seguía mirándonos desde la sombra, sonriendo para sí.

— ¡Maestro, otra bien helena pes!

El cantinero hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y en seguida se acercó a la barra. Si tenía suerte, estos dos se quedaban hasta tarde. Buena plata, pensó. Encima son de saco y corbata, buena propina. Él ya los conocía bien, de todos modos. Eran recurrentes. 

Sebastián torció de regreso el cuerpo, y tiró con el codo la botella casi vacía de cerveza barata. Echó a reír, y continuó bebiendo.

— ¿A ti te sobra la plata, no, idiota? – le dije medio preocupado, pero sin poder contener la risa. – seguro, pues, si por fin te dieron chamba.
—Plata no me sobra, pero por esta porquería de cerveza, bueno, siempre uno se las termina arreglando. Igual tú eres el que va a pagar hoy día, maldito lechero.
—No digas eso, la suerte no existe.
— ¿Ah, no? Entonces por qué carajo eres tú el maldito suertudo que se sacó la puta lotería, sin haber jugado nunca si quiera. Seguro te compraste al que saca los bolos.
—Quizá sí exista la suerte, entonces. Solo un poco. Te juro que no me compré a nadie. Fueron tres soles bien gastados, es todo. Esta vez la hice toda limpia.
—Maldito tramposo, lechero de mierda.
—Prefiero el término “hombre de negocios de mente abierta”, ¡jaja!

Seguimos hablando hasta las ocho treinta. El bar ya contaba con unas quince personas más, sobre todo parejas o tríos de turistas europeos. La ubicación del local ayudaba mucho, porque estaba en el corazón de la zona turística de la ciudad, el centro histórico. A eso se le sumaba que Felix, el cantinero, hablaba inglés relativamente bien, y ejerciendo su profesión había aprendido algunos términos del rubro en francés y alemán. No hablaba mucho, pero tampoco lo necesitaba. A veces solo con asentir se ganaba propinas muy por encima del estándar del resto de bares del centro. Caía bien, Felix. Y no se esforzaba, que era lo mejor. Le gustaba su empleo.

— ¿Piensas quedarte hasta mañana? – dije – porque al paso que vas vas a tener que quedarte con el Felix a limpiar todo.
—Todavía es temprano, mi hermano. – respondió Sebastián – no son ni las nueve aún. ¿es que eres un pollazo? Antes jalabas hasta las cinco de la mañana.
—Nunca me gustó realmente… pero luego de unos tragos la cosa cambia, es cierto.
—Recuerda que fuiste tú el que nos trajo a todos a este sitio por primera vez, el Hernández y los Mendoza incluidos. ¡Al Felix le debes mil bombazas, y varias bombas pequeñas extras! 

Felix sonrió de nuevo, ocultando que nos escuchaba. Trabajaba arduamente, tomaba las órdenes, preparaba los tragos y conversaba, pero su atención seguía puesta en nosotros. En su mente él era también parte de nuestro grupo, y bueno, eso era casi cierto, porque nosotros éramos los únicos clientes recurrentes en el bar. Para los que viven en la ciudad bajar al centro a tomar no vale la pena, porque es más caro. A nosotros al comienzo lo que nos trajo fueron las turistas. Hacíamos competencia por quién encontraba los mejores culos o las mejores tetas. De vez en cuando alguno conseguía llamar su atención, y regresarse a casa con una. Raras veces, pero pasaba. A veces incluso el Felix nos regalaba una botella pequeña de cerveza por eso. Nos admiraba, el Felix. Era nuestro amigo, hasta nos hacía precio de vez en cuando, y eso nos ató para siempre a ese bar.

—Ya vámonos, que regresar borracho más tarde se pone peligroso.
—Como si nunca lo hubieras hecho, Cristóbal. Se te arruga ahora, que ya tienes algo qué perder.
—Sí, bueno, eso influye un poco.
—Vas a ver que no te pasa nada, marica.
—Aún así… no me gusta ser un blanco fácil.
—Eso guárdatelo para tus tribunales, marica. Ahí sí te sirve pensar claro. Evadir la cana es fácil, evadir balazos no tanto.
—Incluso si me asaltaran con pistola, dudo que disparen.
—Si te disparan, yo atrapo la bala por ti.
—Sí, claro, como eres tan buen amigo. – le dije con un claro tono sarcástico – Tú serías el primero en correr.
—Vas a ver que un día me llorarás por ser tan buen amigo tuyo, maldito malagradecido.
— ¡Tú eres el que no valora estas chelas, que te recuerdo estoy pagando yo! Ya párala y larguémonos, imbécil. – le di la mano y lo cargué con el hombro para que no se caiga.
—Marica, si recién son las doce… aguafiestas de mierda, tu suerte te ha cagado.
—Tienes razón, mi suerte me ha cagado, pero ha pagado tu cuenta otra vez. Vas a tener que aprovechar bien esa chamba tuya, carajo, porque no pienso soportarte más, huevón. La próxima pagas tú el trago.
—Bueno, bueno, está bien. Vas a ver que todo cambiará ahora, señor lechero. Yo al menos soy honrado, y me evito problemas.
—Y mira cómo estás.
—Borracho, pobre y solo, sí, pero íntegro.
—Sí, sí. Íntegro. Ya cállate y camina, Sebastián, que solo tampoco puedo llevarte. Desde la puerta del bar hasta la casa no nos puede acompañar el Felix. A lo mejor cargándote entre dos llegaríamos en la mitad del tiempo.

Salimos del bar a la calle, que estaba alumbrada por faroles. Habían sido restaurados por la municipalidad. El turismo estaba trayendo buena plata a la ciudad, y los negocios empezaban a crecer. Las piedras de la vereda y los adoquines de la pista brillaban, reflejando los carteles coloridos. Tomamos la derecha en la esquina del semáforo, y nos fuimos a casa.

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Javier Quintanilla Calvi nació en Arequipa, Perú. Actualmente estudia Historia y Ciencias de la Música en la Universidad de Salamanca (España), en donde además es parte de la Joven Asociación de Musicología.  Twitter: @javierqcalvi

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