Cuento: Pez de Roca


Por Javier Quintanilla Calvi

Foto: Javier Quintanilla Calvi

Pez de roca

La marea empezaba a alzarse nuevamente, después de cerca de cuatro horas de haber empezado el trabajo. Ramiro, Samir y Edgar regresaban ya a casa para almorzar. La pesca había empezado bastante bien, y las bolsas, aunque no estaban llenas, pesaban un poco. Seguramente en el mercado obtendrían dinero suficiente para comprar un poco de arroz y papas cada uno, con lo que acompañarían, en un plato único, tal vez uno solo de los pescados que todavía saltaban y se retorcían aferrados a media vida casi extinta, o a lo mejor les sobrarían además las cabezas y los ojos, perfectos para hacer un caldo, si es que tenían suerte y algún cliente prefería su mercancía preparada en filetes. Lo único importante era poder regresar a las peñas a media tarde, para que el agua calma y el sol ya frío permitieran, siempre que San Pedro estuviera también de acuerdo, que los peces más grandes, que durante el día se esconden bajo las piedras más profundas, salgan a buscar algún alimento como el que las carnadas vivas con anzuelos ocultos de los tres muchachos les ofrecían. Sería recién luego de esa pesca que podrían saber con certeza si esta noche las mujeres y los niños comían algo también. No eran tiempos buenos, aunque alguna vez hubo peores.

- Dicen que apareció en la playa tempranito, aún de noche, como a cinco kilómetros pa’ allá. –Samir señaló hacia el sur. – Los lobos marinos y las gaviotas se lo desayunaron todito. 
- Luego de tres días ya tenía que aparecer, pue’. Siempre es así… el mar se los jala, se alimenta, y solo devuelve las sobras de lo que no le gustó a la familia. – le respondió Edgar, sin alejar la vista de la próxima roca donde debía poner el pie. 

Él iba al frente, y aunque había recorrido todas las peñas durante años, por lo que las conocía más que perfectamente, sentía igual la necesidad de asegurarse de que la brisa húmeda del mar, condensada en las piedras como una capa delgada de agua, no le hicieran resbalar a él ni a sus hermanos. Él era el mayor, y era responsable de la vida de los tres. Cuando su padre murió no dijo nada, solo se le paró el corazón y cayó en el piso de maderas viejas y mal clavadas de la taberna del pueblito, por lo que Edgar tuvo que imaginar que su progenitor tuvo tiempo de disculparse por los abusos, el exceso de alcohol y la muerte por angustia y pánico de Ludmila, madre de los tres. Decidió que él hubiera querido que cuide para siempre a sus hermanitos menores, aunque ciertamente no era verdad: a su padre le hubiera dado igual el destino de cualquiera de ellos, siempre que no dejen de vender pescado en el mercado del pueblito.  

Iban llegando a la playa y las aguas, ahora bastante movidas, explotaban contra las peñas con fuerza, desintegrándose luego en el aire formando así cientos de pequeños arcoíris. El último tramo era un poco más escarpado, y siempre los obligaba a saltar dos veces antes de aterrizar suavemente sobre la arena gris a la que las olas llegaban diminutas, cargadas de animalitos marinos parecidos a insectos, que besaban la orilla durante la retirada de la espuma, abrazándose a la oscuridad de pequeños agujeros que ellos mismos excavaban con sus aletitas. Creían, ingenuamente, que así los pescadores del pueblito no los podrían hallar bajo la superficie, pero todos los días decenas de ellos eran sacrificados, atravesados por anzuelos brillantes y puntiagudos ubicados estratégicamente, de manera que sus movimientos llenos de dolor llamarían más la atención de los peces de roca, que luego de tanto tiempo habían aprendido que la comida que no se mueve es sospechosa y potencialmente mortal. Los peces grandes de mar abierto no conocían eso. Ellos eran libres, no conocían los anzuelos afilados. Habían tenido la perspicacia de habitar un mar usualmente agitado, con grandes olas en la costa que hacían imposible el ingreso de botes y chalupas. Por su velocidad y tamaño podían capturar pececillos en el mar abierto, y no necesitaban el resguardo de las peñas. 

En la playa los cangrejos naranjas corrían a sus agujeros a medida que sentían que los tres hermanos se aproximaban peligrosamente a ellos. Pasado el peligro, salían nuevamente y continuaban sus actividades. Todos los días era lo mismo, pero ellos no aprendían que el verdadero peligro estaba en el aire, arriba, confundiéndose con las nubes y el sol. Los hombres solo capturan cangrejos de vez en cuando, para hacerlos pelear en cajones y coliseítos improvisados que ofrezcan hábitats temporales a las apuestas y a la diversión de los habitantes del pueblito, grandes y chicos, durante las fiestas patronales. Para los cangrejos escogidos había aún posibilidades de huir ante un descuido del público y salir ilesos, o podían también ganar las peleas con solo algunas patas o tenazas mutiladas. No, el verdadero peligro eran las gaviotas y los pelícanos. Ellos sí les destrozaban los caparazones con los picos duros, buscando el tierno contenido lleno de proteínas y grasa oculto en su interior. Escapar de ellos era poco probable cuando te escogían, especialmente para alimentar a las crías en los nidos de las peñas. Pero los cangrejos no aprendían, testarudos. Ellos preferían temerle a los muchachos, que rápidamente cruzaban la arena húmeda para internarse más allá, en la parte de la playa de la arena caliente, a la que el mar nunca llega. Los cangrejos tienen ojos como antenas, pero ellos no veían lo suficiente como para saber que más allá de las dunas grises de arena caliente, grandes para ellos aunque insignificantes para los hombres, se erigía, colorido, el pueblito del que provenían las bestias bípedas.

- Míralo a ese, no sabe cuál es su hueco. – dijo Samir.
- Se lo van a terminar por comer los pájaros. – respondió Edgar. Ramiro seguía en silencio, con la mente perdida en otro lado.
- Se lo puedes coger a tu hijo, Ramiro, que le gustan pa’ jugar. – dijo con gracia Samir.
- No, vamos no má’, que hay que vender el pescao’. – ordenó Edgar. 
- Entonces el pájaro se lo cogerá. Mierda, acá todos terminan comidos. Como el Sebastián esta mañana. – siguió diciendo Samir.
- Pero él se la buscó pue’, por andar buscando jaibas de noche. A esa hora chanca el agua fuerte. Encima seguro estaba wasca.  
Ramiro escuchó solo eso último, sin reconocer de qué se trataba la conversación. No dijo nada, pero miró a sus hermanos, y siguieron caminando. La playa se había acabado, y solo quedaba el tramo de tierra antes del pueblito.

El mercado estaba constituido por varias mesas dispuestas una junto a la otra, dentro de un edificio de madera y clavos oxidados. El techo era innecesariamente alto, pero al menos eso mantenía el ambiente más ventilado. Algunas aves marinas habían convertido las cornisas de los tragaluces en nidos, y se la pasaban volando de una pared a otra, mirando siempre abajo por si tenían la oportunidad de robar un pejerrey o mordisquear una pintacha. Antes toda la mercadería se negociaba al aire libre, en medio de la tierra y bajo el sol, pero los clientes bien vestidos que habían llegado hacía siete años a comprar pescado en el pueblito decidieron que eso podía malograr la carne y causar enfermedades, así que se las arreglaron para cobrar un impuesto a todos y construir el edificio. Ellos no vivían en el pueblito sino más allá, casi llegando a las montañas, pero estaban obligados a comprar ahí. No conocían el negocio de la pesca, y los animales que trataron de traer a sus tierras no pudieron adaptarse a ese clima nunca. Las minas traen dinero, pero no enseñan a pescar, se decían entre ellas las mujeres bien vestidas, cada mañana que veían partir a sus maridos con las linternas encendidas en sus cascos o los picos bajo el brazo. Incluso así, era mejor que seguir criando vacas y ovejas en las chacras de la cordillera. Acá tenían poder y dinero, cosa que allá nunca hubieran imaginado y mucho menos conseguido, por lo menos no tan fácilmente. Con la abundancia de dinero la educación formal perdía valor, y la admiración de los pescadores era lo que impulsaba el negocio. Los pescadores respetaban a los ladrones de la tierra. No comprendían cómo es que podían engañar a las montañas y a los ríos todos los días, llevándose su oro y sus piedras preciosas sin caer en las maldiciones y sin recibir castigos de los espíritus. Los pescadores jamás se atreverían a hacer otra cosa más que pescar. Por eso admiraban a los jefecitos. Cada día venían a comprar pescado sus señoras al mercado, y siempre se les veía igual de bien. Verdaderamente estaban triunfando.


Ramiro bebió un poco de agua de su botella, y en seguida procedió a cortarles las aletas dorsales y laterales a los tres pescados que la señora María le había comprado para su marido, que se había antojado de un guiso en cuanto regresara de hacer plata, esta noche. Cuando hubo removido también la cabeza, la cola y las vísceras los entregó a la doñita sin decir nada. Estaba contento con el dinero, pero algo lo molestaba y le hacía sentir enfermo. Bebió otro sorbo y se sentó con los codos apoyados en la mesa llena de peces húmedos. No se dio cuenta de que una pluma de guanay había caído sobre su mercancía. No había reloj, aunque igual no sabía leer la hora. Ya pronto había que salir de nuevo a las peñas, a buscar los peces más grandes. No tenía ganas de ir y se sentía débil, pero tenía que hacerlo si quería alimentar a su hijito de dos años. Recién ahora se daba cuenta de que había sido un error embarazar a la Juanita cuando los dos tenían dieciséis años, pero ese niño, aunque era un problema más en casa y demandaba horas extra de trabajo, era lo que más alegría le daba. Por él todo valía la pena, y de todas formas ya pronto tendría la edad suficiente para ir con él a enseñarle a pescar, y luego para trabajar juntos. Una sonrisa apareció en su cara mientras lo recordaba, y de pronto ya no se sintió enfermo.


La tarde se combinó con las casitas de madera, tornándose de color sepia. Las sombras largas de las personas que aún cruzaban las calles de tierra daban la impresión de que el mundo y el tiempo se habían detenido. En el horizonte el sol ya se iba acercando lentamente a la línea divisoria entre agua y cielo, y sus colores rojos y naranjas se reflejaban en las nubes y en las peñas. El viento corría un poco más, y el frío fresco de la brisa marina llenaba los pulmones de los pescadores. Se dirigían ya de regreso a trabajar, con los sedales y sus bolsas al hombro. Una tranquilidad inesperada llenaba la playa, como si el universo tuviera un mal presentimiento, o estuviera a punto de contar un secreto doloroso.

- Ahí, abajo, Ramiro. – Samir le señaló una piedra cubierta de moluscos rosados – a ver si ahí te pica alguno.
- No alcanzo, Samir. Está muy lejos.
- Trata de estirarte. Acaba de mostrar la cara uno grandote.

Edgar los miraba desde la roca más grande, un poco más adelante sobre ellos. Una ola reventó con fuerza y los mojó a los tres.

- ¡Cuidado, Ramiro, que está subiendo ya el agua! – le gritó Edgar.
- Creo que sí alcanzo. – dijo Ramiro en voz baja, balanceándose para alcanzar una roca saliente con espacio para un solo pie, pero que lo ponía en la posición perfecta para lanzar el sedal con el plomo justo a la entrada del escondite del gran pez. Samir lo observaba desde atrás, pero sabía que si su hermano resbalaba no iba a poder hacer nada.
- Cuidado, Rami, no te vayas a caer…

Ramiro saltó y se sujetó en el momento preciso. Conocía muy bien las peñas, y ellas no le iban a traicionar, dejándolo caer a perderse en medio de la espuma. Ahora solo había que esperar que el pez se asome bajo la roca, que pique la carnada y muerda el anzuelo. Entonces Ramiro jalaría y el animal quedaría inevitablemente enganchado. Seguro era uno grande de cinco o seis kilitos. Para él no era pesado, pero sabía que tenía que tener cuidado cuando usara su fuerza para liberarse, porque podría hacerle perder el equilibrio.

- Es grande, ahí está. – se dijo a sí mismo Ramiro. – vamos, pica.

En la mente de Ramiro estaba solo la imagen de su hijo. Con la plata de este pescado tal vez le alcanzaría para ponerle alguna verdura picadita en su comida. Al chiquito le encanta la verdura, pensó. Hay que hacer esto bien, concéntrate. Ahí sale de nuevo a probar, se dijo, al tiempo que cerraba su botella de agua luego de un trago rápido. Otra ola grande estalló contra la roca, y la espuma empezó a flotar en el aire como si fuera nieve, hasta desintegrarse. 

- Vamos, pica. – repitió. – te necesito en mi anzuelo.
- ¡Ya está ya! ¡Ya jálalo! – gritó Samir, detrás de él.
- ¡Sácalo, Rami! – le gritó desde más arriba Edgar. Pero él no se podía mover. Otra vez se sintió enfermo y sin fuerzas. El pez había mordido y se había enganchado solo. 

El gran pez iba de un lado al otro en el agua, luego en círculos, y Ramiro solo podía evitar que se le escape el sedal de las manos, apoyado con todo el cuerpo sobre la pared de la peña. De pronto no tenía fuerza para jalarlo, y otra ola le mojaba toda la ropa. Estaba desesperado, y no sabía qué le ocurría. Era la primera vez que se sentía completamente paralizado, impotente. Trató de hacer el esfuerzo, pero fue en vano. Ahora sentía cómo las tripas se le movían, y él no podía hacer nada para que el excremento dejara de abandonar su cuerpo. Tenía nauseas y se sentía mareado, como si se fuera a desmayar. Pero él no podía resbalar, tenía que llevar el gran pez para comprar la verdura de su hijo. Vomitó, pero no se soltó del sedal ni de la pared de la roca. 

- ¡Déjalo, déjalo! ¡No te sueltes, ya voy! – le gritaba desesperado Edgar, que ahora bajaba a toda velocidad, saltando de piedra en piedra. Samir se estiraba para alcanzar a Ramiro, pero era inútil. No había espacio para dos personas ahí.

Ramiro casi no tenía fuerzas y estaba todo sudado, aunque por el agua y la espuma no parecía. Sostenía el sedal con una mano y con el peso mismo de su cuerpo. Estaba inmóvil, abrazado a la roca. Pero estaba recuperando el sentido. Escuchó cómo le gritaban sus hermanos, frustrados, detrás de él. Se concentró, y empezó a tirar. El pez se resistía, pero poco a poco salía del agua, retorciéndose y salpicando, rebotando por las paredes de la roca. Lo había conseguido. Miró a Samir, y se estiró para alcanzar su mano. Tomó impulso y saltó. Samir lo agarró del brazo y lo abrazó. Ramiro estaba muy débil, pero ya estaba seguro con su hermano. El pez seguía tratando de regresar al agua, pero Edgar lo agarró y metió a la bolsa. Buen pescado había sido. Enorme.

- Mierda, Ramiro. Mierda.
- ¿Qué te pasó allá, ah? – dijo molesto y asustado Samir.
- Vámonos, por favor. – respondió Ramiro con la voz quebrada. No podía más, lo había dado todo por el gran pez.
- Vamos, vamos. Tranquilo, que ya vamos. – le dijo Edgar. – Ahorita llegamos a la casa, allá están la Juanita y tu hijo. Tranquilo.

Ramiro sonrió, acordándose de su hijo. Seguro ya había ido con su mamá a juntar en un balde la agüita del río para tomar, y estaba jugando tranquilito a un lado de la casita con algún huesito o alguna piedrita que en su mente podían ser cualquier cosa. Desde que llegaron los jefecitos venía más flaco el río, y los pájaros que se bañaban en él eran menos. Seguro es la sequía arriba, en la sierra, se decía en el pueblito. Allá deben estar peor. Seguro por eso venía con un sabor raro, la agüita pa’ tomar del río. Los pájaros habrán buscado otro río. Ellos llegan rápido, porque vuelan. Ven desde arriba dónde hay otro río. Ramiro pensó en la verdura para su hijito. Iban a estar contentos, la Juanita y su hijito. Sonrió una vez más. Ya podía ver el pueblito al otro lado de la playa, el mercado, y su casita. Ya casi era de noche, y las gaviotas chillaban desde las peñas y sobre los techos de calamina. Todo estaba tranquilo. Él estaba tranquilo.


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Javier Quintanilla Calvi nació en Arequipa, Perú. Actualmente estudia Historia y Ciencias de la Música en la Universidad de Salamanca (España), en donde además es parte de la Joven Asociación de Musicología.  Twitter: @javierqcalvi

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