Misceláneo: Retrospectiva

Por Javier Quintanilla Calvi

Retrospectiva: un “no sé qué” personal, así, a secas


- ¡Silvio, no te veo!
- Abre los ojos, entonces.




Todavía recuerdo cuando encontré los álbumes de trova en el mueble de CDs de mi viejo, en la sala del primer piso de la casa. No sé si entonces habrá sido el mismo mueble, o si quizá era otro. Es cierto, muchas cosas han cambiado en esa sala: siempre fue la “salita de música” por el hecho de que ahí residía orgulloso el equipo de sonido, edificación de varios niveles que podía reproducir casetes, CDs, radio (AM y FM), e incluso longplays y discos de 33 y 45 rpm respectivamente. A sus lados descansaban los altoparlantes, capaces de permitir al público escuchar “hasta la respiración de los músicos”, como decía mi papá cuando mis hermanos trataban de convencerlo de que los equipos modernos eran mejores. Con el tiempo se dañó la aguja del tornamesa y hubo que reemplazar algunas piezas. Creo que una de las primeras cosas que falló fue la lectora de CDs, la cual intercambiamos. El ecualizador, sin embargo, sigue funcionando hasta hoy: las lucecitas naranjas se siguen moviendo como lo hacían antes, al compás de la zarzuela de los domingos, de la música criolla de las parrilladas y también de las obras sinfónicas que ponía mi papá ya sea mientras él leía o cuando le daba ganas de jugar al director de orquesta. Cuando era chico me gustaba sentarme en la escalera contigua y observarlo mover las manos, ahí, solito, en un espectáculo tan tierno como hubiera sido también vergonzoso para cualquier otra persona. Pero a mí nunca me dio roche. Para mí mi viejo se podía convertir cada domingo en una estrella nueva: Bernstein, Mutti, Abbado, von Karajan… el gran von Karajan. Ése era su favorito. Cuando podíamos veíamos las grabaciones de von Karajan ya de viejo, cuando ya “casi no se movía” al dirigir. Cuando fui creciendo me unía a él de vez en cuando. Podíamos dirigir a las mejores orquestas del mundo juntos. La Filarmónica de Viena, la de Berlín, o la de la Scala cuando escuchábamos ópera de Verdi… me acuerdo que yo pensaba que si era posible que algunas misas las celebraran dos o más curas, entonces también debía ser posible que dos directores movieran la batuta al mismo tiempo al frente de la misma orquesta. Y funcionaba, la orquesta nos seguía y alrededor nuestro la música hacía vibrar los cuadros de mi mamá y los libros para las visitas (esos grandotes con muchas imágenes en alta resolución). A veces ella nos pedía bajar el volumen también, a lo que respondíamos haciendo el gesto correspondiente con las manos. Al terminar la pieza, el Royal Albert Hall y el Carnegie Hall estallaban en aplausos (nunca en medio de los movimientos, claro).    

La “salita de música” también era de música porque ahí estaba el tecladito Casio que le regaló mi mamá a mi papá. Todos jugábamos con el tecladito. Era una vaina tener que enchufarlo, porque se podía quemar si no poníamos bien el transformador. Una vez creo que realmete lo quemé… pero ya no me acuerdo bien de eso. Recuerdo que estaba asustado de que el tecladito ya no prendiera nunca más. Felizmente no fue así, y ahora está en mi cuarto. Cuando me lo llevé a mi cuarto mi hermana lo pidió para que pudiera practicar (ella tomaba clases de piano), pero, no sé muy bien cómo ni por qué, al final yo me lo quedé. Ella lo tuvo al menos por un tiempo en su habitación también, pero al final yo me lo quedé. Ella más tarde dejó el piano definitivamente, y a mí se me dio por jugar al compositor. Recuerdo incluso alguna vez que le pedí a mi profe de violín que me ayudara a escribir una frase melódica que se me había ocurrido mientras practicaba mi violín. Eso fue antes de la academia, de eso sí estoy seguro, porque cuando la abrió y llegué el primer día y me presentó a otras chicas que también eran sus estudiantes les dijo que yo componía. Me puse rojo, tímido como siempre, pero me gustó cómo sonaba: “compositor”. Es cierto que me gustaba jugar al alquimista y ponía nota y nota y nota sobre las cinco rayas y a veces me gustaba cómo sonaba. Nunca compuse nada, nunca fui “compositor” – aunque todavía me gusta jugar a que lo soy, y que compongo grandes conciertos de violín muy virtuosos y que mis patas compositores-de-verdad me los revisan y corrigen, y luego yo mismo los estreno como solista, y mis profes de violín hacen de capos de fila en la orquesta durante la premiere.

A la salita también llegó en algún momento el acordeón de mi abuelo, en su caja negra, dura y viejísima. Yo lo sacaba, me lo colgaba como podía, desabrochaba uno de los botones del fuelle y comenzaba a sonar. Era como el tecladito, pero de costado y con aire. Además, al apretar unos botones pequeñitos y redondos al lado opuesto de las teclas sonaban acordes completos. ¡Era increíble! Acordes completos con un solo dedo. No como en la guitarra, que había que poner muchos dedos. Me divertía mucho aunque no tenía la fuerza suficiente para levantarlo más de cinco minutos. En fin, el acordeón estaba desafinado y quisimos cambiarle las lengüetas malas y ponerlo a punto pero nunca lo hicimos. Lo que sí hicimos fue prestarlo algunas veces a la Tuna de la Universidad. Hace un par de años ellos recibieron un acordeón alemán rojo, por lo que ya no necesitan el de mi abuelo. Me acuerdo cuando la Tuna de la Universidad recién empezaba, y cómo una vez mi papá los llamó para que le canten a mamá por su cumpleaños. ¡La reina de las mujeres! ¡Clavelito! Y los panderos y las piruetas y las mandolinas y las bandurrias y las guitarras. Todo un espectáculo. Cuando terminaron de cantar mi papá los invitó a almorzar (siguiendo la tradición ancestral de los viejos tunantes) y mi madre corría de aquí para allá tratando de atenderlos a todos. Cuando habían parrilladas de ese tipo yo era el encargado de que la música no pare, así que me aprendía la última canción de cada CD de música criolla (los favoritos eran los de Eva Ayllón y los de Chabuca, con especial mención a los CDs de Juan Diego Flórez y Gian Marco) y así lograba ser más efectivo. Igual habían días que no me daba ganas y simplemente me molestaba y me iba a mi cuarto, revolucionario y desobediente, porque lo correcto, decía mi madre, era estar abajo con todos los invitados. No sé si alguna vez me castigaron por eso. A lo mejor sí…

Así, revolucionario y desobediente, de chico quería ser rockero. Me gustaba Queen y la música que escuchaba mi hermano, y quería tocarla en violín también. La miss de violín, la primera profesora formal de violín que tuve, me decía que los de Queen eran músicos de conservatorio, o sea que primero habían estudiado música clásica y por eso yo debía hacer lo mismo y luego tocar rock. Yo creo que ella no entendía que disfrutaba mucho ambas cosas, pero era más divertido inventar canciones con la guitarra, usando los tres o cuatro acordes que mi hermano me había enseñado (Do mayor, Sol mayor, Re mayor, y unos Las mayores y menores ocasionales). Eso era por la época en la que para mí Titanic era la única canción “decente” que mejor me salía (nunca le tuve mucho respeto a los métodos Suzuki de violín, lo confieso, aunque hoy les estoy agradecido), y el Liebesleid de Kreisler era lo más difícil que podía llegar a tocar algún día. En la salita de música escuchaba muy seguido el CD “Kreisler plays Kreisler”, con ese vibratazo y esos súper glissandos, que no me iban a salir ni en un millón de años. Muy genio, ese Kreisler. Acababa el disco y entonces, en lugar de ponerme a practicar violín agarraba una de las guitarras (la mía era una pequeñita, que antes había sido de mi hermano – el otro – y a la que rápidamente le agarré mucho cariño), y me ponía a escribir canciones que luego en el taller de guitarra cantaba con aire de chiste para impresionar a las chiquitas de la clase. Casi como chiste de Les Luthiers, casi como Manuel Darío... y siete años tenía cuando me gustó una chiquita por primera vez, y ella estaba en mi clase de música. No hablábamos realmente, ni tenía idea de qué significaba que me gustara una niña bonita, pero una vez antes de salir al escenario del ICPNA, en esas escaleras angostas que conectan con los vestidores en el sótano, conseguí hacerle algún tipo de broma que me ganó un golpecito en la cabeza de parte de ella mientras se reía, y eso fue lo más cercano que estuve de querer a algún no-pariente cuando era chico. Hasta les comentaba a mis amigos en el cole cuando íbamos a lavarnos las manos en los cañitos junto a las clases luego de Educación Física, y lo mantenía en secreto frente a mis hermanos, aunque igual creo que llegaron a enterarse. Creo que desde entonces no ha habido un segundo en mi vida en que no me haya gustado nadie, y a medida que fui creciendo fui comprendiendo cada vez mejor el cariño, y después el amor, y su música. Aún no lo comprendo bien, es verdad, pero ahora lo conozco mejor.

Sin embargo, el equipo de la salita no era el único sitio donde escuchaba mis CDs. Yo tenía un discman, al igual que mis hermanos, pero el mío era mejor porque tenía control de choque, así que la música no se paraba si movía el aparato con un poco más de brusquedad (para un niño eso es un gran feature, en serio). Y es en ese aparato que recuerdo que escuchaba el que, para mí, es el primer CD propio que tuve: uno amarillo, con el logo en letras grandes, que decía “Sui Generis”. Qué bacán que era. No entendía las letras de las canciones, pero ciertamente me gustaban Canción para mi muerte y Confesiones de invierno. Y por supuesto, Natalio Ruiz, por recomendación de mi viejo y por su pianito al inicio era especial para mí. “Y cuando pasó el tiempo alguien se preguntó…”. Me gustaba que este sujeto de sombrero regresara a su casa a escribir poesía. A mí me gustaba mucho la poesía por esa época. A los diez u once años hasta escribía poemas y todo, malos, por supuesto, pero poemas al fin y al cabo. Siempre me gustó escribir, aunque por las tareas del cole y todo eso siempre preferí los cuentos, la narrativa. En sexto grado escribía poemas y hasta se los mostraba a mi profe de Comunicación, mi tocayo. También inicié la escritura de un diario de guerra de un piloto británico de la Segunda Guerra Mundial, y ese lo leía mi papá y algunos amigos de colegio. A veces jugábamos a la pelota en el recreo, pero éramos malos y pronto se nos pasaban las ganas, dejábamos de llevar pelota al colegio. Cuando era el mundial jugábamos más seguido y cambiábamos figuritas del álbum Panini (a nadie le gustaba el de Navarrete, no sé por qué). Pero en todo el tiempo en medio siempre podía estar la poesía.

En quinto cambié de profe de violín y en sexto empezó la academia. Y me gustó otra chica, para qué. Pero esta vez el violín era el protagonista. Y ahora ya no practicaba en la salita de música, sino en mi cuarto. Sin embargo, igual bajaba seguido al primer piso para jugar con el piano. No estaba exactamente en la salita de música, pero estaba cerquita. Era muy divertido, y sonaba bonito rápida y fácilmente, si intercalabas los dedos sobre las teclas. El piano llegó mucho antes a la casa, luego de que murió mi abuelo, e incluso tuve clases de piano un verano. Aprendí Estrellita, las variaciones respectivas, y hasta la canción del Cuco. Pero hasta ahí… en adelante todo fue amor por el sonido, amor por descubrir cómo intercalando los dedos el mueble marrón de madera sonaba bien, y que presionando el pedal derecho el piano seguía sonando, y sonando, y sonando… y desaparecía luego de un rato, sin necesidad de seguir presionando. Magia, como Kreisler. O magia como la de von Karajan y la filarmónica de Berlín. Magia como mi viejo jugando al director, o magia como los altoparlantes y Satchmo y su trompeta y mi hermana y yo parados pisando los zapatos negros de mi papá que vestía terno cuando volvía del trabajo y ponía la música antes de su reunión mientras mi mamá hacía los sanguchitos en pan blanco redondito, y mi papá, mi hermana y yo bailando, y el jazz, y Glenn Miller, y What a wonderful world y Ella Fitzgerald y cómo canta esa mujer, y qué ronca la voz del trompetista, y otras veces Charles Aznavour y Edith Piaf y luego Mireille Mathieu y luego Diana Krall, y qué risa, ¡qué risa! A veces Mozart no iba con el ambiente, aunque los conciertos 20 y 21 para piano eran extremadamente populares durante las reuniones de mis papás. Yo siempre preferí el 20, más dramático que el 21. En Re menor, igual que el Réquiem. A ver hijo si reconoces esta obra: época, estilo, compositor, ¿es concierto, sinfonía…? A ver, dime ¿hay solista? ¿qué instrumento es ese? ¿qué te imaginas que está pasando acá?...

En esa salita de música encontré los CDs de trova. Ya conocía de mucho antes Playa Girón y Ojalá y La guitarra del joven soldado, y también Yolanda y El breve espacio en que no estás. Recuerdo el CD de tapa oscura, sello Ojalá, y el hombre de espaldas: Silvio. Recuerdo el azul que decía por todo lado “Silvio Rodríguez”, “Silvio Rodríguez”. Estaba junto a los de Mercedes Sosa, en la sección inferior derecha del mueble de los CDs. Y llegó segundo de media, y en segundo de media llegó el nuevo colegio, y recuerdo haber estado solo el primer día, y a partir del segundo ya no tanto. Y recuerdo haber escuchado tanta trova y tanto folclore latinoamericano y tanto Sui Generis, brillantes rockeros argentinos de un estilo tan particular… ellos no eran como Kreisler y Mozart y la novena de Dvorak, no encajaban con la zarzuela ni con Verdi, no, no son como Bach o Vivaldi tampoco. Pero hombre, qué buenos que son. Tan buenos como las interpretaciones de Joshua Bell y Heifetz y Kogan, pero distintos, tan distintos… debo ser raro por escucharlos. Pero son tan buenos, ¡tan buenos! No sé por qué, pero me gustan. ¿Será que me he vuelto rojo sin darme cuenta? Bueno, dicen que Churchill dijo que quien no es rojo a los veinte no tiene corazón… Rabo de nube, Rabo de nube… si me dijeran “pide un deseo” preferiría un rabo de nube… un barredor de tristezas… que parezca nuestra esperanza…

Han pasado varios años. Hoy me di cuenta que muy pronto cumplo veinte, ya seré base dos. Ni siquiera he empezado la Universidad aunque tampoco siento que he perdido el tiempo. Ya pronto me mando a estudiar algo que para mí es una gran pasión: la musicología histórica. El afán sigue siendo el mismo de siempre, el mismo que nació de esa salita que ha cambiado tanto; de esos parlantes, de esos instrumentos y de los que fueron llegando luego, como el chelo y los dúos con mi papá o los tríos a los que se sumaba mi hermano a veces. De los juegos y los bailes con mis viejos; de la música criolla, la nueva trova cubana, la canción chilena y del rock argentino. De la música… la Diosa Música, porque como musa no le basta. De eso tan grande, tan cercano… tan desconocido e incomprensible también, pero que sale a buscarnos y a darnos un beso. Hoy día, consuelo en medio de una gripe fuerte que me aqueja desde el lunes, escuché Schumann, Liszt, Sarasate, Stravinsky, Copland, Delgadillo, Paez, Sabina, Mercedes y Silvio, y hasta repetí “Compañera”. La canción, compañera, de ese mismo CD llamado “Silvio”. Quiero conocerte, compañera ¡Y qué rico, carajo, qué rico que es escuchar música!             



Dedicado a mi viejo.


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Javier Quintanilla Calvi nació en Arequipa, Perú. Actualmente estudia Historia y Ciencias de la Música en la Universidad de Salamanca (España), en donde además es parte de la Joven Asociación de Musicología. Twitter: @javierqcalvi

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