Relato: Ni tibios, ni indiferentes... fríos o calientes
Por Luis Esquivel
Ni tibios, ni indiferentes... fríos o calientes
Estábamos en aquella esquina mientras el café caliente y unas porciones de tortas decoraban nuestra mesa. Ella suele decirme “lo personal es político”, y en cumplimiento de esas palabras, en una especie de profecía autocumplida, nuevamente, la charla terminó en el terreno político.
Pruebo la porción de la torta más cercana a mí y la escucho decir: “el problema es que no estamos hablando solamente de este tema o el otro, el aborto o la educación religiosa o la brecha salarial. Esto es algo más profundo. Es lo que dijo Aida, es una confrontación entre quienes tratan de imponer su dogma sobre todos negando nuestra libertad, igualdad y dignidad; y nosotros, los defensores de esos valores. Quienes los queremos en nuestras vidas y en la de los demás.”
Sus ojos se pierden en el horizonte unos segundos y retoma la palabra. “Siempre hablamos de cómo nos distanciamos de amigos, familiares y conocidos por estas cosas. No por diferencias partidarias en sí, sino por entender que lo político no es accidental en una persona. Que su forma de ver el mundo no te puede ser indiferente al establecer un vínculo. Y aunque pueda entender a quién piensa distinto a mí y lo milita, hay algo con lo que no puede amigarme. La indiferencia. La tibieza. Toda opresión se asienta sobre los fieles de la Iglesia de Laodicea… ni fríos, ni calientes, tibios… No están a favor o en contra de la libertad, sino de mantener el status quo… hasta que los afecta…”
Me tomo unos segundos antes de responderle. “Sabés que siempre tuve un miedo: terminar convertido en un espectro gris a las orillas del infierno. Sin poder entrar al cielo o al averno. Terrible castigo que espera, en términos de Dante, a aquellos que nunca han tomado partido por nada. ¿Cómo podés cerrar tus ojos a la injusticia? ¿Cómo podés ser cómplice silencioso de la opresión?... Es en este contexto que entiendo las palabras de Gramsci, realmente la indiferencia es el peso muerto de la Historia.”
Al mirar el pañuelo verde atado en su cartera recuerdo discursos pronunciadas hace ya muchos años. “Sabés a estas alturas de mi admiración por las palabras de Evita. Ella separa a las personas en virtud de tres eternos campos: el del amor, el del odio y el de la indiferencia… No quisiera llegar a mi último respiro y darme cuenta que viví y morí de casualidad...”
Llega el silencio a nuestra mesa. Necesario elemento para poder medir el peso de nuestras palabras. En ese momento emanan, en una mesa cercana, palabras salidas de un libro de Historia. Aquellas que nunca más hubiéramos deseado escuchar. “… y los que tienen miedo, algo habrán hecho. ¿No? Algo están haciendo. Yo estoy en contra de politizar todo. Estas locas, esos pibes… vayan a laburar… ¿Qué hacen en la calle? ¿Qué piden? Si tienen todos los derechos que necesitan…”
Ella me miró a los ojos, y me dijo: “No tenemos que parar. Nunca. Aunque ellos tengan todo el poder. Por más que sea una lucha eterna. Nunca debemos dejar que se apague la llama en nuestro interior. Jamás debe morir en nosotros esta convicción. Militarla. No sólo con palabras… con hechos. En la calle. En el barro. Demasiada sangre corrió cuando le quitamos la soberanía de nuestros destinos a Dios y a la Corona como para renunciar a ella.”
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