Por el Día del Maestro
Por Javier Quintanilla Calvi
Maestro
Una vez un profesor me dijo en el
colegio que terminaría enseñando cuando sea grande. El comentario llegó a raíz
de una breve conversación que tuvimos sobre la vida laboral y la vocación. Por esa
época yo estaba convencido de que el trabajo docente no valía la pena, pues además
de estar mal pagado, no tenía sentido realizarlo, ya que era muy difícil (si no
imposible) construir la particular relación profesor-alumno que hace las veces
de garantía de que el “proyecto educativo” no fracasará. Me parecía absurdo que
uno postergue voluntariamente su propia
educación por satisfacer un sistema mal diseñado, en el que lo único que
importa es llenar una libreta de números y luego ingresar a la universidad. En fin,
me reí, me burlé y me fui.
El último año fue para mí
decisivo en muchos aspectos. A raíz de sucesos diversos y experiencias cercanas
variadas, muchas inquietudes mías se fueron esclareciendo, una a una, como por
arte de magia o perfecta sincronización. Y en medio de esa neblina que se iba
disipando, se hizo evidente, frente a mí, cuál era en realidad mi vocación. Dos
circunstancias determinantes: una clase de violín en Wuppertal, Alemania, y una
clase de violín en Chulumani, Bolivia. En la primera yo era alumno, conversaba
con el maestro Winter y su estudiante de la Hochschule sobre las peculiaridades
y los mensajes ocultos de la Chacona de la segunda Partita de Bach. En la
segunda, yo de “profe”, contándoles algunas anécdotas musicales a unos chicos
con un talento tremendo y unas ganas de aprender insaciables, mientras hacíamos
ejercicios y escalas. Y fue ahí cuando todo tuvo sentido: sus ojos, brillantes,
tratando de comprender la relación entre la música, su historia y su mensaje.
Exactamente iguales a los míos poco tiempo atrás, en la clase de Herr Winter. Y
la cosa no terminaba ahí. Por fin pude reconocer mi propia mirada, esa misma
mirada, a lo largo de años en mis clases de violín, en mis ensayos de orquesta,
en mis clases de historia del colegio, en mis cursos por internet, en mis
libros, en mis conversaciones de música con mis amigos y mis viejos. Esa misma
mirada similar a la que el maestro Zander mencionó en su charla TED, y que yo
tuve durante todo el ensayo que compartimos la OSNJB y la Juvenil de Boston en
Lima. ¡Estaba claro, entonces, que lo que alguna vez me había parecido
prácticamente imposible de construir lo había vivido en carne propia casi sin
darme cuenta! Y me probé más equivocado que nunca. Entendí que el maestro, el
verdadero maestro, no deja de crecer y no defiende una causa absurda. Crece y aprende,
porque también es estudiante. Apuesta, se esfuerza y construye tanto como su
alumno, su verdadero alumno, del que es amigo y mentor. Se funden ambas miradas
en ese brillo, que no es sino otra expresión más de amor desinteresado, de
“ideal superior”. El maestro verdadero lo es por vocación, y trasciende el
sistema y las notas y el ingreso a la universidad y la graduación; todas esas
son tonterías sin importancia al lado del brillo de los ojos. Hoy tengo que
darle la razón a ese profesor del que hablé al inicio. Hoy estoy seguro de que
yo también quiero ser profesor, y más: maestro.
¡Gracias!
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Javier Quintanilla Calvi nació en Arequipa, Perú. Actualmente estudia Historia y Ciencias de la Música en la Universidad de Salamanca (España), en donde además es parte de la Joven Asociación de Musicología. Twitter: @javierqcalvi
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