Cuento: El ciclo

Por Javier Quintanilla Calvi



El ciclo

El agua empezó a caer sobre la montaña. No era una montaña pequeña, sino más bien todo lo contrario. Era un nevado de seis mil doscientos metros de altura sobre el nivel del mar, aunque el mar estaba lejos. Como un gigantesco edificio natural, la montaña, con la piel morena desnuda llena de cicatrices quemadas por el sol, se erigía soberbia y triunfante hacia el cielo. Ahora él descendía lento y suave sobre ella, ligero y cuidadoso, delicado, en forma de agua, pero no líquida, sino cristalizada. Nieve blanca con chispas de luz brillante hasta tocar su piel gastada como corteza de árbol marrón, ascética, y luego desaparecer. La montaña palideció ante semejante muestra de afecto. Le dio frío y empezó a temblar, expectante, ante la caricia espontánea pero evidente de los dioses del ocaso. Helio, ser de nombres diversos, pasó por el cielo en su carruaje, el sol se puso seis veces, y el agua siguió empapando a la montaña con su semen blanco, acto sexual desinteresado que fundía la tierra y el cielo en un beso efímero a los ojos del gran Cronos, pero eterno para el corazón del monte. Siguió temblando, excitado, y de sus temblores nacieron surcos por donde el sudor, producto transparente y limpio del amor de los picos nevados, empezó a discurrir, buscando siempre las inmediaciones cada vez más bajas de las paredes de roca, aprovechando las grietas ocultas en las heridas de los acantilados de tierra. Al monte se le erizaron los vellos de todo el cuerpo ante tan omnipotente declaración de sensualidad de los cielos. Respondió con un beso, un estallido de sustancias y olor a azufre que se elevó cientos de metros en el aire, incapaz de alcanzar los labios de las nubes, espesas y grises, que se alejaron del lugar. Efímeras y volátiles las nubes; y la montaña quedó nuevamente inmensa y majestuosa, bajo el sol de media tarde, observando el horizonte con el estómago vacío y el corazón arrancado de su vientre, convertido en polvo y gas espeso. Sus lágrimas formaron riachuelos, y junto con los vestigios del amor perdido se formaron ríos, y los ríos descendieron hasta perderse en sus faldas solitarias, secas, y de sus heridas brotó la vegetación.

Las plantas, como pelos, vieron la luz y desearon al sol, inocentes. Se irguieron, diminutos e insignificantes, y su danza cambió los colores de las colinas. Pelearon entre sí por los mejores lugares de adoración al astro eterno. Se alimentaron del sexo antiguo de la tierra y el cielo. Crecieron en número, y consolaron a la montaña con su sombra, y le dieron de beber aire puro para disipar sus viejas penas. Cambiaron de forma y de color, y con el tiempo comenzaron a acercarse a la tierra de nuevo, ya habían perdido muchas el recuerdo de la pasión de sus padres. Calmas, fecundaron el pubis desgarrado del suelo, y de las entrañas del piso, en medio de un campo sembrado de cal, arena, arcilla y agua, brotaron lagunas, y los juncos crecieron en sus bordes. Nacieron las algas y de la tierra que removieron nació el aroma dulce y sereno del pantano. Las raíces se fusionaron con su padre, y se endurecieron y no volvieron a cambiar su forma. El tiempo se había detenido, y el agua las había abrazado para siempre, y había entrado en ellas, y las alimentó. Entonces el desierto se rompió en dos, y en el abismo apareció un valle, y el agua creó cascadas, y las rocas en medio del río, tocadas por la magia cristalina de las olas de musgo se convirtieron en caparazones en los que la semilla fermentada del pasado se transfiguró. Salieron caracoles, camarones y tortugas. En las orillas aparecieron las bestias y los insectos, grandes y pequeños, y las aves crecieron en las ramas de árboles frondosos, y volaron y volaron, y luego siguieron volando. Las ardillas compartieron hogar con ellas, y las ratas del prado se ocultaron entre los campos de trigo y de maíz. Todos se encomendaron al padre, el monte, con abnegación casi religiosa. La montaña no los reconoció; estaba sola, y su mirada fija en el cielo y en el sol, esperando.

El río del desierto desembocó en el mar, y pronto se halló en casa. Había cambiado. Los peces temieron, y las aves marinas se alejaron. Pero el agua se adentró más y más, cada vez más, y cuando vio atrás, la tierra, el desierto, el valle y el monte habían quedado perdidos, disueltos en la atmósfera húmeda, ocultos tras la bruma del océano. Entonces el agua también lloró, desamparada. Siguió llorando, y entonces los mares voltearon la cara y posaron la vista en el río perdido. La abrazaron todos juntos, y desapareció. Se unió irrevocablemente con ellos. Y esperaron juntos. Helios apareció de nuevo en el horizonte, y manejó con maestría el carro hasta la noche. El agua sintió su calor y empezó a elevarse para alcanzarlo, enamorada, hasta el cielo. Densa, su pasión se convirtió en una nube. Dio la vuelta, y se acercó al lugar por el que el dios salía cada mañana tocando música con su lira. Alcanzó entonces la nube la costa, y la dejó atrás. Atravesó el desierto, y vio la grieta enorme de la que había brotado el valle verde con todos sus animales y plantas. Los dejó atrás. Vio entonces una gran edificación natural de tierra y piedra, con la piel morena quemada al sol, y las laderas cubiertas de cicatrices sangrantes con olor a flores. Los ojos fijos en el cielo.

Helios cruzó el cielo una vez más, pero la nube no le prestó atención. Entre llanto y risa, se acercó a la montaña, sin retorno. Incestuosa, ardiente de pecado, bañó la cima del monte con su nieve húmeda. El ciclo estaba completo.


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Javier Quintanilla Calvi nació en Arequipa, Perú. Actualmente estudia Historia y Ciencias de la Música en la Universidad de Salamanca (España), en donde además es parte de la Joven Asociación de Musicología.  Twitter: @javierqcalvi

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