Comentario: A propósito de la Consagración

Por Javier Quintanilla Calvi



A propósito de la Consagración

Igor Stravinsky es uno de esos compositores que, cuando uno empieza a tocar en la orquesta, parece imposible de interpretar. A uno le meten la idea en la cabeza de que el sujeto simplemente estaba loco, que era brillante, sí, pero que tenía que haber estado medio loco como para haber compuesto lo que componía. Que su música es muy difícil de tocar, que los ritmos son muy confusos, que no están establecidos y varios instrumentos tocan cosas que no tienen nada que ver entre sí. Y es que sí, es un compositor muy distinto a todos los que vinieron antes que él. Stravinsky fue un revolucionario, y supo toda su vida construir para sí mismo la reputación que lo antecede.

El primer contacto que tuve con Stravinsky fue a través de los libros básicos de historia de la música, que suelen concentrar su atención en algunos pocos compositores que trascendieron de una u otra manera en el gran universo musical, y que ahondan tan solo un poco en algunas de sus obras más representativas. En el caso de Stravinsky, la obra por excelencia que siempre acompaña su foto es la Consagración de la Primavera, estrenada el 29 de mayo de 1913. Lamentablemente, más que de la música, la gente habla del gran escándalo que se desató en el público asistente aquél día, una noche que quedará para la historia como uno de los “fracasos” más exitosos de la música. Long story short: la gente que asistió ese día no podía terminar de asimilar lo que veían y escuchaban (la obra en cuestión es un ballet), y el desencanto en ciertos sectores del Théâtre des Champs-Élysées de París evolucionó a un espectacular alboroto, lleno de gritos que incluso se dice que eran por momentos más fuertes que la propia música. Hay comentarios registrados de gente que afirmaba que hasta había recibido golpes de otros asistentes, que la gente se peleaba entre ella.

Todo tiene sentido cuando consideramos que la música de Stravinsky ya generaba cierta expectativa, luego de que sus ballets previos, Petrushka y El pájaro de fuego, hayan sido exitosos. Ya corrían rumores de que esta música era muy distinta a lo que la gente estaba acostumbrada. El mismo Pierre Monteux, quien dirigió a la orquesta el día del estreno luego de haberla ensayado unas diecisiete veces (mucho más de lo habitual para la época y para este tipo de producciones), afirmó más tarde que cuando escuchó por primera vez la reducción para piano de la mano del propio Stravinsky un año antes de la premiere no le gustó, y que además le provocó un gran dolor de cabeza. Muchos años más tarde, en una entrevista con su biografista, Monteux dijo que todavía entonces, luego de haberla tocado unas cincuenta veces a lo largo de tanto tiempo, la música no le gustaba. Yo me imagino las caras de todos al escuchar el solo de fagot del inicio: un registro tan alto para este instrumento, que, aunque hoy la parte parezca normal y todo fagotista profesional debe haberla tocado, entonces debió haber sido un sonido nuevo, extremadamente desconocido.

La temática que la obra propone, “imágenes de la Rusia pagana”, era también algo muy nuevo para el público acostumbrado al ballet tradicional. Sin duda era una idea revolucionaria: el compositor aseguró luego que la inspiración le llegó a través de un sueño, en el que una muchacha, víctima de un sacrificio humano, bailaba hasta la muerte. Si la idea fue suya desde el comienzo o si consiguió convencer a la opinión pública de eso a lo largo de su vida, quizá no lo terminaremos de saber con certeza. De hecho hay quienes le atribuyen más crédito a Nikoláy Roerich, que diseñó la escenografía y el vestuario para los bailarines. Es más, Roerich era (entre otras cosas) un reconocido artista y arqueólogo, experto en Rusia. Podría ser, ¿por qué no? 


Quizá, sin embargo, el mayor “culpable” del escándalo, por así llamarlo, fue la coreografía del ballet. El empresario ruso Serguéi Diaghilév, mente maestra de la organización de este tipo de espectáculos y fundador de los Ballets Rusos (compañía para la que encargó la creación de la Consagración, por lo que era el jefe de Stravinsky y Roerich) le encargó dicho trabajo a Vaslav Nijinsky, considerado por algunos como el mejor bailarín masculino de ballet de su época, e incluso de todas las épocas. De inmediato esa decisión causó incomodidad entre los demás bailarines. Resulta que Diaghilév y Nijinsky eran amantes, y bueno… ese favoritismo hacia el joven coreógrafo, que ya había empezado un poco antes con las consignas para la puesta en escena de L'après-midi d'un faune (con música de Claude Debussy) y Jeux, sumado a las ideas revolucionarias del coreógrafo en cuestión, que básicamente rompían con los pasos tradicionales del ballet francés y demandaban a los bailarines llevarle la contra (literalmente, hacer los movimientos que en primera instancia tendrían que evitarse según esa escuela), no provocaron el mejor ambiente tras bambalinas. Por supuesto, cuando el selecto público parisino se encontró con todo eso, su disgusto no fue muy diferente. No obstante, hoy se considera que el trabajo de Nijinsky, cuyos pasos buscan denotar ese ambiente prehistórico y pagano de las tribus eslavas, fue brillante.

En fin: el exitoso fracaso del día del estreno de la Consagración fue el resultado, se puede decir, de la cooperación de esos cuatro tipos brillantes: Stravinsky, Roerich, Diaguilév y Nijinsky. La puesta en escena se repitió entonces en París algunas veces más, y la música empezó a interpretarse también como pieza orquestal (sin coreografías, solo como pieza de concierto). Hoy es considerada como una de las obras más representativas del siglo XX, y orquestas de todo el mundo la incluyen en sus temporadas de conciertos.

Hablar de la historia alrededor de la Consagración es siempre muy interesante. Tratar de analizarla es un reto, como me decía el maestro Pablo Sabat Mindreau hace poco luego de un ensayo de la OSNJB: hace veinte años que viene estudiando la obra, y sigue siendo un reto complicado, siguen apareciendo cosas nuevas y siguen habiendo elementos que parecen más fruto del azar que intención explícita del compositor. Para nosotros los instrumentistas, contar los tiempos, estar atentos para tener seguridad en nuestras entradas y además preocuparnos por el aspecto técnico de nuestra parte (creo que no solo hablo de la fila de segundos violines cuando digo que hay segmentos de enorme dificultad técnica), todo eso mientras trabajamos en un marco similar al de la música de cámara (porque la única manera de tratar de llevar la música hasta el final correctamente es buscando escuchar todo lo que hacen los demás instrumentos, ejército de vientos incluidos. De hecho, pensar la Consagración como una gran pieza de música de cámara tiene mucho sentido: aunque parezca mentira, hay momentos en los que hasta cada atril de la fila de violines, violas y cellos toca música diferente a todo lo demás. De cierta forma todos somos solistas…), es una ardua tarea. Y lo mejor de todo es que incluso hoy día, casi 105 años después de su estreno aquella noche en París, esta música sigue sonando extremadamente moderna, como si hubiera sido escrita esta misma semana.

El mito detrás de este compositor tiene su fundamento, claro está. Sin embargo, no es del todo cierto, como no lo es nunca ningún mito. Para quienes piensan que la Consagración es indigerible, les digo, no pueden estar más equivocados. Es una pieza revolucionaria, compleja, interesantísima y muy emocionante. Y esa es una de las cosas que le da un valor tan grande: es música que realmente explora y estimula los instintos y emociones más profundas, más arraigadas del hombre. Es música muy humana. El fagot del inicio, la trabajadísima aparente cacofonía de los vientos durante la primera parte, los acordes disonantes y violentos de las cuerdas, los múltiples ostinatos de las Rondes printanières, la inquietud del Jeux des cités rivales, la emoción impredecible de la Danse de la Terre, el paisaje casi interplanetario de la introducción de la segunda parte, la intensidad de la Danse sacrale… toda es música que hace vibrar el pecho y poner la piel de gallina. Es una obra maestra sin duda y, para mí, uno de los grandes logros del hombre moderno.

Igor Stravinsky vivió una vida larga, pues murió poco antes de cumplir los 89 años de edad. Fue un músico innovador y cosmopolita, y de cierta manera su trabajo cambió el panorama musical de su época (o épocas). Fue y es todavía una gran influencia para una enorme cantidad de compositores (se me viene a la mente, por ejemplo, la vez en que Ástor Piazzolla lo conoció en los Estados Unidos. Le dijo: “maestro, yo soy su discípulo a la distancia”). Su actividad compositiva abarcó unos setenta años, y se suele organizar en tres periodos estilísticos principales: el Ruso (la Consagración corresponde a este), el Neoclásico y el Serialista. Representante y referente indiscutible de toda una era de experimentación y replanteamiento del arte, su obra es vasta, rica, y recién empieza a comprenderse. ¿Vale la pena? Sí. De eso no cabe la menor duda.

Igor Stravinsky

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Javier Quintanilla Calvi nació en Arequipa, Perú. Actualmente estudia Historia y Ciencias de la Música en la Universidad de Salamanca (España), en donde además es parte de la Joven Asociación de Musicología.  Twitter: @javierqcalvi

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