Cuento: Viaje en Carretera
Por Javier Quintanilla Calvi
Foto: Javier Quintanilla Calvi |
Viaje por carretera
A medida que adelantábamos a los viejos transportes de personal de la planta, uno a uno por la carretera serpenteante que cortaba la cordillera andina a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, el viejo Peugeot se hundía en el asfalto con la misma entrega de un amante a su mujer en la cama, durante el beso apasionado que antecede la consumación de una noche desinhibida y peligrosa. El tacómetro rondaba las cuatro o cinco mil revoluciones, aunque el sonido que se filtraba por las rendijas del capó confirmaban que el motor, aún luego de más de veinte años de trabajo diario por esos caminos que parecen confundirse con el cielo, estaba listo y más saludable que nunca para subir esos cien o dos cientos metros en los que la falta de oxígeno se hace evidente y los mareos se vuelven casi inevitables.
La sierra andina es un paraje casi deshabitado, frío y muy amplio, en el que la vida debe luchar todos los días para existir. Las montañas, volcanes y nevados se elevan fácilmente a más de seis mil metros, formando pequeños valles y mesetas entre ellos, que luego de terminada la temporada de lluvias se van secando, adoptando tonos de dorado, verde y marrón que van cambiando también con la altitud. A más de cuatro mil novecientos metros ya casi no hay vegetación, aunque incluso así algunas aves y conejos han encontrado en ese ambiente un lugar para vivir. La nieve y hielo que hasta hace algún tiempo teñía perpetuamente las cumbres blancas de glaciares dan lugar aún a pequeños arroyos, que a medida que descienden forman por aquí y allá diminutos pantanos y bofedales, en los que tanto las bestias salvajes como las domesticadas comparten agua y alimento, disolviéndose así en un ecosistema agreste pero singular, duro y cooperativo en el que el hombre también se encuentra presente pero del que no es rey. A lo largo de miles de años ha habitado estas regiones y formado pequeños pueblos y asentamientos, muchos rápidamente abandonados o cambiados de lugar, y ha aprendido a sobrevivir en medio del silencio, el viento helado y las criaturas de la montaña, constituyendo un universo nuevo y extraño, una dimensión alterna con nombre e historias propias que no se mete con nadie, pero con quien todos se han metido.
- A la derecha, arriba. – me dijo Esteban, sin apartar la vista del camino – Mira, un cernícalo.
Esteban iba manejando. No tenía aún veinte años, pero conducía y tomaba las curvas cerradas a gran velocidad, con una destreza propia de los pilotos más experimentados. Me había convencido de ir de copiloto, y yo había aceptado incluso sabiendo que tendría el culo apretado de miedo todo el camino.
- Deja de distraerte con los pájaros y concéntrate en la carretera, idiota, que nos vas a matar a los dos.
Sin mirarme, dibujó en su rostro una mueca similar a la risita autocomplaciente de los pilotos de carrera de la televisión, de esas que solo tuercen la boca hacia un lado y dan a entender que no pasa nada, que todo está más que controlado. Podía notar la gracia que le causaba mi susto, y que dentro de su mente todo sucedía en cámara lenta. Cada piedra y cada perro curioso que se asomaba a la pista él ya lo había visto y ya había maniobrado antes de que yo los haya notado siquiera.
- Nunca había venido por acá. – le dije, sin dejar de contemplar asustado el velocímetro que no bajada de cien kilómetros por hora en las curvas – Cuando subo normalmente me voy por el otro lado, por la carretera que rodea el volcán.
- Lo malo es que por ese lado está lleno de camioneros cojudos que no saben adelantar. No se puede correr allá. Tú tranquilo, que me conozco bien esta pista. – miró hacia un lado, a un acantilado que había más adelante a la derecha, sobre el que se veía una parte de la carretera – Cuando lleguemos arriba vas a ver que la vista es espectacular. Se puede ver toda la ciudad.
Habíamos salido tan solo hacía veinte minutos, pero la ciudad se veía ya lejana detrás de nosotros. Era sorprendente lo mucho que había crecido en los últimos años. Bordeaba el millón de habitantes, y era como una pequeña capital en medio de las montañas. Desde la carretera en la que estábamos podía notarse claramente que el valle ya había sido ocupado por completo, y podíamos ver cómo las personas habían ido construyendo cada vez más en las colinas y las montañas, cada vez más alejados del centro, y de la actividad. Ya no había espacio, pero la ciudad seguía creciendo. Muchos habitantes de las regiones más perdidas de la sierra habían emigrado hacia ciudades como esta, cegados por un ansia de estabilidad y riqueza muy comprensibles, ampliamente justificada. Ellos iban llegando y se instalaban en las afueras, primero con pequeñas casitas de esteras, luego piedritas, y así, denotando siempre los límites de los terrenos que no les pertenecían, pero de los que se irían apropiando con los años. Muchos eran engañados, incluso, por villanos que les vendían los terrenos ilegalmente, que los estafaban. Y así era cómo familias enteras perdían todo por el simple error de confiar en alguien. En estas regiones el derecho a la vida y a un lugar dónde vivir no siempre se respeta, y es ahí cuando los buitres citadinos aprovechan y dejan la comodidad de sus hogares para alimentarse de los pobres ignorantes que aún no han conocido la maldad del mundo. Para un inmigrante serrano el proceso es largo: tendrá que esperar quizá unos cinco años para conseguir un título de propiedad legal, tal vez luego otros cinco más para conseguir que algún alcalde o dirigente popular instale electricidad en el asentamiento para ganarse a la gente y que luego lo reelijan, asegurándose en su bolsillo así los millones de soles disimulados en irregularidades monetarias de planes de obras inexistentes, pero de los que nadie nunca pregunta tampoco. Buen negocio es el del político en estos lugares. La ignorancia no hace preguntas ni pide recibos o comprobantes.
Después de la electricidad, viene el agua corriente. Eso es más difícil de conseguir, por el costo de la instalación, por no decir nada sobre las dificultades que ofrece la misma geografía. Es difícil hacer obras en las montañas, en una zona propensa a los sismos y terremotos, y para los alcaldes y funcionarios públicos es poco práctico porque no deja mucho margen de ganancia para la corrupción. En algunos sitios jamás llega el agua corriente, y el desagüe es una leyenda popular, un milagro que existe solo donde las personas tienen dinero siempre, en esos lugares mitológicos en los que la gente trabaja menos de dieciséis horas al día, en los que se puede vestir uno con ropa diferente a diario, y donde que el trabajo no hace sudar, no es bajo el sol. Esos sitios en los que se puede regresar a casa a almorzar, y en los que alguien más cocina para uno. Eso sí que es un paraíso. Pero eso no es aquí. Aquí la vida es dura, incluso cuando se abandona todo por ir a la ciudad. Aquí se sufre, y se aprende a vivir así. Aquí las penas se ahogan en alcohol barato y casero, o simplemente no se ahogan y se descargan en la mujer. Al fin y al cabo, ellas solo sirven para fornicar y complacer al hombre. Para procrear hijos que harán la vida más difícil primero, pero que apenas tengan la fuerza para levantar un pico o un rastrillo acompañarán al resto de hombres a los campos, a trabajar y ganar dinero desde los ocho o diez años, sin nunca ir al colegio, y sin nunca conocer nada más que esa dureza y ese sufrimiento. Tal vez sus hijos ya puedan tener el dinero suficiente para ir más hacia el centro, o quizá ellos ya puedan ver la electricidad o el agua corriente. Quizá puedan incluso ir un par de años al colegio, a aprender para poder ganar más dinero luego. Nosotros no. A nosotros nos toca el trabajo pesado bajo el sol por unos centavos, por unas monedas que jamás serán suficientes, pero así cuesta trabajar para los campos de otros, nosotros no consumiremos ni venderemos la cosecha, solo la arrancaremos de la tierra, haremos una ofrenda a la Pachamama en señal de agradecimiento para que la próxima siembra salga buena y no caigamos enfermos, y se la daremos bien empacada al jefe. Él sí la venderá y ganará su plata, pero no importa si él gana mucho y nosotros casi nada. Tenemos suerte de que el jefe nos dé trabajo, aunque no nos quiera, nos grite y nos pague poco. Tenemos suerte de vivir así. Dios así lo ha querido. Tenemos suerte porque Dios está con nosotros y nos protege, aunque más proteja al jefe. Tiene razón, Dios, él sabe por qué y nosotros no. Quiénes somos nosotros para pedirle más a Dios. Tenemos suerte.
La carretera ahora subía lentamente por las faldas del volcán. Hacía rato que ya no se veían otros carros, y ambos carriles, tanto el que subía como el que bajaba, habían quedado libres para nosotros. Era solo de cuando en cuando que aparecía al borde del camino una casita diminuta, o que salía corriendo de entre los matorrales secos algún perro flaco que nos perseguía por unos trescientos metros antes de cansarse. Se acercaban tanto al auto que casi parecía que se estrellarían o que los atropellaríamos, pero a falta de uno o dos centímetros de la carrocería daban vuelta y echaban a correr en nuestra misma dirección, a la par del auto, como misiles que dudan en último minuto el impacto pero acompañan el objetivo hasta quedarse sin combustible. Esos perros tienen pulmones enormes y una fuerza excepcional, que se contradice con su figura triste y delgada de perro callejero abandonado. Cuando se deciden a algo hacen todo por conseguirlo. Se empujan a sí mismos hasta el extremo, y de hecho a veces mueren de cansancio y falta de aire. Con nosotros no podían porque el Peugeot los superaba sin siquiera tener que dar batalla. Aún así sorprendía su ímpetu, que se hacía evidente cuando dejaban de prestarnos atención, cuando se percataban de que sería imposible alcanzarnos, y se ponían a pelear entre ellos, cuando se cruzaba otro can en la persecución. Se mostraban los dientes el uno al otro, ladraban y se abalanzaban hacia el contrincante. Casi no llegaban a morderse, pero en cuanto quedaba establecido quién era el más fuerte y poderoso, uno se echaba atrás y se olvidaba del asunto. No había recompensas, era solo una competencia deportiva.
- Míralo a ese, en el centro de la pista. Un bóxer todo huesudo. – dijo Esteban.
- Hay otro más, un poco más pequeño, también. Creo que están comiendo un hueso o algo así.
- Es una calavera, seguro de otro perro o de un gato.
- ¿Tú crees que ellos lo hayan matado?
- No lo sé, pero con seguridad se lo han comido. Aunque podrían habérselo encontrado ya muerto… mira, no han dejado ni el pellejo.
- Qué asco… perros caníbales. – le respondí con una mueca.
- ¿Realmente te sorprende? – dijo él, en efecto sorprendido – te apuesto a que tú harías lo mismo si no tuvieras nada más para comer, estuvieras al borde de la muerte, y no sintieras nada hacia los demás.
- Pero justamente por eso somos distintos. Nosotros sí sentimos y sí nos ponemos en el lugar de los demás. Por eso somos humanos, ¿no te parece?
- Diferentes, qué va. Ni cagando. Somos iguales a los perros. ¿No te acuerdas de los futbolistas esos que se cayó su avión en las montañas y se comieron entre ellos para sobrevivir?
- Pero ellos solo se comieron a los que ya estaban muertos por el accidente, y porque no tenían otra opción.
- Exacto, no tenían otra opción. Aunque bueno, morir era una opción también, ¿no crees? Y al final algunos sobrevivieron.
Me quedé en silencio por unos instantes, asimilando ese último comentario. No podía imaginarme en esa situación, enfrentando un dilema tan difícil.
- ¿Morirías por honrar a un muerto? – volvió a hablar Esteban.
- No lo sé… con seguridad me daría asco tener que desmembrar personas para luego comerlas. Sería una experiencia traumática, creo.
- Eso es porque nunca has desmembrado nada. Lo que te hace vomitar son los olores, porque en ese momento no piensas en otra cosa. No imaginas al animal vivo.
- Hablas como si fueras un experto.
- Tienes razón, nunca he desmembrado una persona para obtener su carne – dijo con una risa más fuerte –, pero sí he estado presente en mataderos y esas cosas. No es precisamente bonito.
- Es un trabajo sucio.
- Pero necesario. Y esas personas, las que lo llevan a cabo, luego de un tiempo ya no vomitan y mucho menos se acuerdan de los animales cuando estaban vivos.
- Pero tampoco es que procesen personas, por así decirlo, no sé si me entiendes.
- De hecho que no, porque tienen animales, vacas, cerdos y así, de los que obtener la carne. Pero cuando no hay eso, ¿cómo haces?
- Comes verduras, claro. – Los dos nos reímos.
- Eres gracioso. Y sí, puede que tengas razón. Pero llega un momento en que ya no es suficiente. Como los soldados europeos cuando conquistaban las tierras africanas, que terminaban comiendo monos y chimpancés. Esos se parecen físicamente bastante a las personas.
- Pero no hablan y no construyen ciudades.
- Pero sí viven en sociedades. Sencillas, simples, pero sociedades al final. Es decir que pueden trabajar con un mismo objetivo y pueden asumir distintas funciones. Pueden ser empáticos, entonces. Hasta comparten su comida. ¿No era eso lo que nos hacía diferentes a nosotros, los grandes y presuntuosos hombres, de los animales?
Noté que la expresión de Estaban se había tornado un poco sombría, y que una pena enorme lo embargó. Miré atrás, pero los perros y la calavera ya habían quedado lejos. Miré al frente y al costado, a través de las ventanas, y ahora sí estábamos completamente solos. De no ser por nosotros y la pista, nadie hubiera podido notar que el hombre había estado alguna vez en ese sitio. El volcán, que desde la ciudad se ve enorme pero lejano, ahora estaba frente a nosotros como una gran pared de roca que trata de tocar el cielo. Los picos tenían poca nieve, pero aún quedaban algunas partes en las que, seguramente por la dirección del viento y la forma de los acantilados, la nieve se mantendría algunos días más si es que no hacía mucho calor.
Desde la ciudad las montañas y los volcanes se ven como si solo estuvieran formados por rocas y arena, pero cuando uno se acerca recién se da cuenta de la vegetación que crece por sus laderas, y que luego, en la parte más alta, se fusiona con la nieve, cosa que no se llega a observar realmente la parte árida de la montaña. En los andes es prominente la presencia de una especie de pasto similar a la paja, de color dorado y que tiene pequeñas espigas que crece a más de tres mil metros de altura sobre el mar. Se llama “ichu ichu” o “paja brava”, y brilla al sol en los días despejados, que son la mayoría en la sierra. Es el principal alimento de los camélidos andinos, tanto domesticados como salvajes, que abundan a esa altura. Cuando el ichu ichu ya no puede crecer entonces hay algunos arbustos pequeños, cactus y plantas que crecen de forma similar a los musgos sobre las rocas, llamadas “yaretas”. Son de un color verde claro, lo que hace que resalten a la vista, y son muy hermosas. Antiguamente se usaban para hacer fuego pues encienden muy bien, y aunque esta práctica ha disminuido, también han disminuido en cantidad las yaretas. Las carreteras andinas recorren todos esos pisos térmicos, y a medida que se avanza se notan los cambios del paisaje. Son muy diversos, los paisajes de los andes.
- Ten cuidado con irte por los precipicios, huevón.
- Tranquilo, hermano, no pasa nada.
- Es que no quiero que nos tengan que sacar de uno de esos de la derecha en tres días con el cuerpo destrozado, carajo.
- ¡Relájate un poco! – Esteban no podía aguantarse la risa.
- Encima que tienes cagada la espalda, vas más rápido. ¡No derrapes!
- No seas rosquete y componte. No pasa nada. Yo sé manejar bien.
- También los profesionales manejan bien y a veces se matan.
- Gajes del oficio, hermanito. Ya estamos cerca. Mil quinientos metros pa’ arriba en media hora, ¿qué te parece? Y eso que hubo tráfico al comienzo.
- Tienes suerte que acá no hay policía de carreteras, mierda. Te podrían parar y nos cagan.
- Ya me ha pasado. Me metieron una multa de más de dos mil soles. Con algunos tombos es así, no se les puede coimear. Encima ni siquiera fue por ir rápido, sino porque me faltaban unos papeles que recién habían vencido. Una cagada. Pero fue lejos, una vez que estaba de viaje. ¡Mira como cojo esta curva!
- ¡Mierda! ¡No me asustes así, carajo!
- ¡Já! Qué marica te pones… solo se ha movido un poquito la parte de atrás por la tierra.
- Cállate, imbécil. Casi me cago, carajo. ¿Y acá en la salida para la planta no te paran? No creo que esté permitido entrar.
- Una vez me pararon, pero ya no están los tombos en la bifurcación de la planta, sino más lejos. Podemos entrar un poco más.
- Será, pues. Si nos friegan tú hablas
- Si nos quieren parar aceleramos más, a ver si nos alcanzan. La cosa es que veas la vista desde arriba.
No había policías. A lo lejos por el otro carril bajaba una camioneta con personal de la planta, pero cuando nos los cruzamos no nos prestaron atención, y siguieron su camino. Los precipicios seguían a la derecha y el volcán a la izquierda. La pista ya no subía más por un rato, y se notaba claramente la quebrada donde yacía, medio escondida y al fondo, la planta de electricidad que abastecía a la ciudad. Avanzamos un poco más, y apenas encontramos espacio a un lado de la carretera paramos, levantando una nube de polvo. La pista, en peor estado aquí, seguía hacia adelante todavía, pero no tenía sentido continuar. Esteban apagó el carro y el radio, que seguía poniendo música electrónica repetitiva, como de la que se usa en los gimnasios, pero que para él solo servía para mantener el ritmo. Él no le prestaba atención realmente. De pronto todo quedó en silencio.
Abrimos las puertas al mismo tiempo, como si lo hubiéramos ensayado, y bajamos pisando la tierra. Ya nos habíamos acostumbrado al rugido del motor, pero ahora estábamos de pie, al borde del acantilado, y no se escuchaba nada. Solo el viento, ligero, cuando soplaba. Hacía frío, pero igual dejamos las chompas en el auto. Hacia el otro lado, el volcán, más imponente que nunca, había adoptado otra personalidad, mucho más recia. Enorme, ni los cernícalos trataban de llegar a sus cumbres. Al frente de nosotros, la quebrada, como un tajo gigantesco, o como una herida sin cicatrizar en la tierra, se iba abriendo cada vez más, con el río en el centro, hasta que dentro de ella surgían algunos campos primero, y luego la ciudad. Esta aparecía como una gran mancha gris, en medio de ese paisaje dorado, verdusco y marrón. Las ventanas reflejaban el sol formando una atmósfera estrellada, y las montañas del otro lado completaban el cuadro encerrando a la ciudad, allá abajo. Ni los edificios más altos eran grandes en este paisaje. Los puentes parecían muy precarios y delgados desde donde estábamos. Y nadie sabía, en la ciudad, que nosotros los observábamos desde arriba. El cielo, azul, solo estaba interrumpido en algunos puntos por nubes blancas como algodones, de ese tipo de nube que los aviones evitan porque dentro llevan tormenta. Sopló el viento una vez más.
- Te dije que la vista era espectacular – dijo Esteban, con la mirada perdida incluso más allá de la ciudad.
- Tenías razón. Uno se siente pequeño aquí.
- ¿Tú crees? Yo acá me siento tremendo.
- Aunque no tanto como el volcán, ¿cierto? – le dije en tono de burla.
- Claro que no – se rió.
- Todo un espectáculo. Como tu manejo, imbécil. Espectacular.
- Gracias, hermano.
- Huevón.
- Cojudo.
- Idiota. Te haces querer.
- Eso es todo lo que nos queda.
- Eso, y una vista impresionante.
- Sí. Eso y una vista impresionante.
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Javier Quintanilla Calvi nació en Arequipa, Perú. Actualmente estudia Historia y Ciencias de la Música en la Universidad de Salamanca (España), en donde además es parte de la Joven Asociación de Musicología. Twitter: @javierqcalvi
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