Cuento: Al otro lado del sol

Por Andrea Bustamante

Foto: Andrea Bustamante

Al otro lado del sol 

 —Me llamo Emilia. 

No sé qué más decir. Estamos sentados en la rama más alta de un árbol del jardín cerca al comedor. Este viejo roble es una de las pocas cosas buenas que tiene el orfanato. Intento mirarlo, él me evita. El silencio nos abraza. Puedo notar que mueve su boca, murmura, como si hablara consigo mismo. No logro entender lo que dice, pero sí logro ver el espacio entre sus dientes. Es tan grande que pareciera que le falta uno. Aún no veo sus ojos, solo puedo ver sus pestañas, unas largas y negras pestañas. 

Recuerdo el día en el que Jaime llegó aquí. Teníamos once años, pero él parecía menor. Confundido y abrumado por la cantidad de niños que había en el lugar, se tapaba los oídos como si tratara de exprimir su cabeza. Algunos niños se reían de él, otros no voltearon a verlo. Yo solo observaba desde la esquina del comedor principal. Parecía que aquel enorme lugar, lleno de luz, se comía lentamente la calma de ese pequeño niño, uno más del montón. O al menos, eso pensé al principio. 

Quién diría que estaríamos aquí ahora, jamás lo hubiera imaginado. Muchos de los niños del hogar dicen que Jaime es raro porque no habla ni juega con los demás. Tal vez es un poco retrasado o tal vez es como si nos mirara a todos desde la rama de un árbol. Se da cuenta de todo lo que pasa a su alrededor, lo entiende, pero no responde ante ello. Y cualquiera estaría desanimado frente a esa situación, pero Jaime lo disfruta. No ve la necesidad de tener amigos, por lo que no logro entender la razón por la cual me ha pedido que suba. 

Decido imitarlo, tal vez así se sienta más cómodo conmigo. Con la espalda encorvada hacia adelante, comienzo a balancear mis piernas. Jaime suelta una pequeña risita, como si se la hubiera querido tragar. 

—¿Qué haces aquí? —susurro sin verlo. 
—Aquí no se escucha nada —me responde sin despegar los ojos del 
suelo. 

Esta situación a cualquiera le parecería algo extraña, pero por alguna razón, a mí no me incomoda. Todo pasó muy rápido, al parecer el día de hoy estaba destinado a ser diferente. Antes de subir aquí, estábamos en el salón de clases; el mismo pequeño lugar en el que nos enseñan a leer y escribir. Veinte carpetas distribuidas en cuatro columnas de cinco, una gran pizarra verde y uno que otro póster que cambian cada mes. Las cuatro paredes hacen que el ruido retumbe y se convierta ensordecedor. Giancarlo, el profesor de matemáticas, no llegaba a la clase y el ruido se volvió incesante. 

De pronto Jaime comenzó a chillar y zapatear como un loco. Sin pensarlo dos veces, salió corriendo del salón tapándose los oídos y se dirigió hacia el jardín principal. Como impulsada por el viento salí corriendo detrás de él, invadida por la curiosidad. Cuando llegué al jardín, lo encontré subido en este roble. Después de llamarlo varias veces sin obtener respuesta, me cansé de insistir y me dirigí de vuelta a la clase. Fue entonces cuando Jaime me pidió que suba. Y aquí estamos. 

—Tú eres Jaime ¿verdad? 
—Verdad —me responde serio. 
—¿Cómo llegaste aquí? ¿Sabes de dónde vienes? —no puedo evitar mirarlo fijamente cuando le hablo. 
—No estoy seguro, pero sé a dónde voy. 
—¿Te vas? Pero si llegaste hace poco —noto que sueno como si estuviera quejándome—. Quiero decir ¿a dónde vas? 
—No lo sé, lejos de aquí —se acerca a mi oído y susurra—. Voy a escapar al otro lado del sol. 

El otro lado del sol. Jamás lo había pensado, suelo ver las puestas de sol algunas tardes cuando me escapo a mi guarida secreta. En realidad, es un terreno grande y desolado. Las monjas dicen que algún día ampliarán el orfanato, pero ahora no tienen suficientes recursos. A mí me gusta así, solo tierra seca y un gran barril de agua vacío. Cuando nadie mira, me escabullo entre los demás niños y me voy por un rato a ese lugar donde pareciera que el mundo se detiene por un momento. Y antes de que el sol se meta, estoy de vuelta en el hogar.  

—¿El sol? ¡Es una locura! —sin embargo, me invade la curiosidad—. Tenemos doce años Jaime, no podríamos escapar ni aunque quisiéramos. 
—¿Sabes? —se detiene y por primera vez me mira con esos grandes ojos marrones—. Yo creo que estoy loco. Si el otro lado del sol es tan brillante y hermoso como se ve cada vez que amanece, allí es donde quiero estar. 

Me quedo mirándolo. El niño que parecía tan callado y perdido cuando llegó, de pronto se ha convertido en un soñador revolucionario. No me había dado cuenta de las ganas que tengo de escapar de aquí hasta ahora. Es como si una pequeña llama de fuego se hubiera encendido dentro de mí. El otro lado del sol, lejos de aquí, lejos del ruido, lejos de las dudas. Ese es el único lugar en el que ya nada ni nadie me molestaría. Comienzo a diluirme en mis pensamientos cuando de pronto, una fuerte voz que grita mi nombre me sobresalta. 

—¡Emilia! Baja de ahí ¡ahora mismo! —grita madre Úrsula mientras le sobresale una vena de la frente—. Están en graves problemas jovencitos. 

Me vuelvo hacia él y le susurro al oído.
  
—¿Ves ese barril azul en medio del terreno? Encuéntrame ahí mañana antes de que el sol salga. 

Bajo del árbol y madre Úrsula me toma de la muñeca muy fuerte. Empieza a caminar a paso rápido.

—¿Cómo se te ocurre hacer semejante tontería? —me regaña mientras me jala del brazo—. ¿No sabes que la curiosidad mató al gato? ¿¡Ah!?  

No estoy muy segura a lo que se refiere, los nervios no me dejan pensar con claridad. Sé a dónde nos dirigimos, pero no tengo idea de lo que me espera. Mis piernas son cortas y las suyas muy largas, no puedo caminar a su ritmo. 


 Entramos a la clase más alejada del hogar. Ella tira de mi brazo y yo caigo sobre una silla. Está parada frente a mí sin moverse. Luego de un rato, dice en tono irónico. 

—Emilia, la princesita de los rizos de oro ¿Quién diría que algún día terminarías aquí? —no puedo moverme, ella continúa diciendo—. Es inimaginable que esa tierna sonrisa protagonice tal bolondrón.  

No entiendo a qué se refiere exactamente, tengo doce años…, no sé hablar como adulta. De pronto se detiene, respira profundo y el rojo de sus arrugadas mejillas comienza a desvanecerse. 

 — ¿Te das cuenta de que has causado un gran lío? Nunca has tenido problemas aquí —empuja mi mentón hacia arriba para que la vea a los ojos—. ¿Qué te está pasando Emilia? 
 —No es nada madre Úrsula, subí al árbol para hacer que él baje. 
 —¿Él? ¡Ah! El niñito raro, Javier ¿verdad? Te has estado comportando de una manera muy extraña desde que ese pequeño llegó aquí —se endereza y continúa—. Tal vez eso del retraso mental es contagioso, no deberías juntarte mucho con Javier. 

 La pequeña llama de fuego encendida dentro de mí empieza a quemarme como un incendio. El calor sube hasta mi cara y me paro de la silla sin pensarlo. Firme como un soldado, me planto frente a ella mientras me mira y las palabras salen de mi boca sin que yo pueda controlarlo. 

—Su nombre es Jaime, y no es retrasado. 


Creo que quiso seguir hablando, como si quisiera arreglar lo que acababa de decir, pero nada va a enmendarlo. Doy media vuelta y salgo de la clase tirando un portazo. La escucho gritar mi nombre, pero comienzo a correr hacia mi cuarto. Debo prepararme para la madrugada, debo acompañar a Jaime al otro lado del sol, debo probarle a madre Úrsula que está equivocada. 

Son las cinco de la mañana, tengo mis dos polos favoritos, un pantalón, dos pares de medias y unas cuantas galletas que no comí en el almuerzo dentro de mi mochila. La ansiedad está matándome. Nunca me había acercado al gran portón negro. La única vez que pasé por ahí fue cuando llegué al orfanato, hace mucho tiempo atrás. Al otro lado del portón hay un sinfín de campos de cultivo donde el olor a pasto y ganado se te impregna hasta en el pelo. Ese es el camino que debemos seguir, recorrer los campos verdes hasta llegar al sol. 

Camino de puntillas para que nadie escuche mis pasos. Los pasillos del orfanato suelen ser tenebrosos cuando está oscuro, pero hoy se ven como un túnel que me conduce hacia la luz. Paso los robles y me dirijo hacia aquel barril azul que parece estar hecho para mí. Siento alivio y algo de nervios al encontrarlo allí. Alguien ha ocupado mi lugar, mi guarida secreta, mi barril. Y solo puede ser una persona, alguien que comparta mis mismas ganas de escapar. Creo que a cualquiera le molestaría que invadan la poca privacidad que tiene. En cualquier otro caso me molestaría, pero se trata de Jaime. 

Se para frente a mí cuando me ve llegar. Tiene una gorra azul, igual que el azul de mi barril. Voltea la gorra hacia atrás y con un brillo singular en sus ojos me mira y susurra. 

—¿Sabes? Puede que tú estés loca también. 

Me toma de la mano y nos dirigimos hacia el portón negro, trotando sin pisar las rayas del suelo. Jaime me carga en sus hombros para que pueda llegar al gordo pestillo que impide abrir el portón.  

—No te apures, recuerda que todos están dormidos —me dice. 

Casi sin tocarlo, retiro cuidadosamente el pestillo. Bajo de los hombros de Jaime y la puerta se abre produciendo un fuerte chirrido. Nos miramos, llenos de emoción, curiosidad y un poco de miedo. Él aprieta mi mano fuerte y comenzamos a correr. 


Me llamo Emilia, tengo doce años. Él es Jaime y no es retrasado. El lugar hacia el que nos dirigimos puede ser peligroso, pero sabemos que podemos lograrlo. Podemos porque nosotros cambiamos las reglas, las mismas que nos mantenían encerrados. Así que a partir de ahora seguiremos hacia adelante, hacia donde podamos seguir la luz hasta alcanzarla. 




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Andrea Bustamante nació en Santiago de Chile. A los tres años de edad se mudó a Arequipa, Perú, donde fue criada. Actualmente es estudiante de Psicología en la Universidad de Lima.


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